Hoy mis andares me trajeron a este café,
uno cerca de la playa de Pacific Beach, en San Diego, CA.
Siempre salgo a buscar historias,
hasta que las historias me encuentran a mí.
Pedí un café y un kolache,
un pan tradicional checo,
pero aquí lo preparan con un giro: relleno de queso y jalapeño.
Una fusión sabrosa, entre Europa Central y América Latina.
Pan recién horneado, que al saborearlo trae recuerdos de infancia:
aguapanela con pedazos de queso que se estiran,
hasta que muerdes el jalapeño y estás otra vez aquí,
en el presente,
sudando hasta en la lengua.
Un perro me observaba desde un balcón.
Era un labrador color café.
Y hacía un sonido suave, un gruñido domesticado;
no era ladrido ni llanto,
era como ese ruido que hace el estómago
cuando el cuerpo quiere algo, pero aún no lo pide del todo.
Un murmullo de antojo con forma de perro.

Llegó una pareja, muy entretenida entre sí.
Notaron al perro, pero no se atrevieron a ofrecerle nada.
Yo tampoco.
Tenía collar, se notaba bien cuidado.
Entre alergias e intolerancias a ingredientes innombrables,
es mejor abstenerse.
Aun así, él seguía ahí, esperando,
como si supiera que solo con existir
ya contaba una historia.
Me senté a hablar por teléfono con mi amiga ucraniana, yo de Colombia.
Nos entendemos en inglés,
esa segunda lengua que para mí aún tiene acento fuerte.
Para algunas personas eso es molesto.
Para otras, divertido.
Para mí… es mi voz.
Llegó otra pareja.
La señora se quejaba del perro.
Decía que podría caerle saliva desde el balcón a su plato.
El esposo le sonreía al perro, al clima, al día, a mí.
Yo hablaba con auriculares, sin saber si alzaba la voz.
A veces hablamos fuerte sin darnos cuenta,
como si alzando la voz se acortaran las distancias.
Sentí la mirada molesta de la señora.
No supe si era por el perro,
por mi volumen, por mi acento.
Pero lo sentí.
Y aunque nadie dijo nada,
el ambiente ya no era suave.
Entré al baño.
Le dije a mi amiga que seguiríamos hablando desde la playa.
Y entonces algo me detuvo.
En el baño colgaban tres ramos de flores secas,
de cabeza, amarradas con cuerda,
cubiertas de polvo.
Y me acordé de una época.
Cuando mi pareja me regalaba flores
y yo las secaba en el garaje,
para hacer separalibros, collage, tarjetas.
Pequeños proyectos artesanales que me daban alegría.
Un día, su madre vino, las vio y le dijo:
—“Eso parece cosa de brujas…
¿qué clase de hechizo es ese?”
Y entonces lo entendí:
no hace falta hacer magia para que te llamen bruja.
Basta con un juicio.
Con no obedecer.
Con no encajar.
A muchas las quemaron por eso.
No por lo que hacían,
sino por lo que otros creían que hacían.
Desde entonces guardé las flores.
Guardé los proyectos.
Guardé esa parte de mí.

Y hoy, tantos años después,
me encuentro con flores secas decorando un baño.
Un espacio donde la gente entra a soltar lo que ya no necesita.
Y pensé:
quizá esos comentarios,
y esas miradas de desprecio ajeno,
también fueron eso.
Algo que debía soltar.
Hoy lo hice.
Hoy lo suelto.
Le tomé una foto a esas flores y se la envié a mi amiga.
Salí y me acerqué a la mesa.
Con una sonrisa plena les ofrecí mi lugar
y les deseé un lindo día.
El marido siguió sonriendo.
La señora… gruñendo.
Porque incluso en los espacios más simples
una historia puede cerrarse en círculo perfecto.
El arte que nos da paz
no necesita aprobación.
No necesita validación.
Y si no hace daño a nadie,
entonces que cuelgue boca abajo,
que florezca seco,
que decore los lugares donde aprendimos a soltar.

Y si alguien juzga,
recueda.
Hay juicios que arrasan más que una hoguera.
No se ven,
no huelen a humo,
pero pueden quemarte
si se les permite.
Hoy, no les di ese poder.



Wonderful! 🤗🌼😊
Dear Pat, I have to comment again! This poem, story, has my mind racing back to stories by Somerset Maugham which I read many many years ago. 🙏