
(Por qué la piña es para la niña y la mora para la señora)
Cuentan los sabios del valle escondido,
que hace muchos soles, en tiempo florido,
el mundo era joven, y hablaban las frutas,
enseñando su origen en dulces rutas.
En una colina vivían dos plantas:
una daba piñas, de espinas que encantan
la otra, silvestre y de ramas inquietas,
daba moras negras, jugosas y plenas.
Las frutas sabían lo que cada quien era:
el alma ligera, el alma sincera,
el cuerpo en movimiento, la mente que piensa,
el paso que empieza y el paso que pesa.
Una niña pequeña, de nombre Lucía,
buscaba respuestas con risa y porfía.
“¿Por qué,” preguntaba, “hay frutas doradas
y otras que viven de lunas calladas?”
Un ave del bosque bajó a contestar:
“Cada fruta elige a quién acompañar.
La piña es del día, del juego, del canto,
limpia la pena, despeja el quebranto.
A la niña le da su luz digestiva,
su fuerza vital, su esencia activa.
Por dentro es sol y alegría madura,
cura la panza, la sed con frescura.
La piña a esperar te enseña, ya que de una planta sólo nace una.
Algunas dulzuras tardan más en llegar, pero cuando llegan, aprendes a saborear.
“¿Y la mora?”, preguntó con asombro en la cara,
“Que parece enredada y lenta, con el tiempo crece, se expande y sustenta”
Respondió la brisa, que todo lo besa:
“La mora aún en ramas viejas, sigue dando frutos, jugosos de promesas.

Da calma en la sangre, da paz en la voz,
recuerda las cosas que olvida hasta Dios.
A la señora le abraza los huesos,
le limpia la mente de olvidos traviesos.
Cuida su paso, su pulso, su espera,
como una luna que nunca se altera.”
Desde ese día quedó la canción:
fruta y persona tienen conexión.
Y así fue que el dicho viajó por la aurora,
de boca en boca:
“Piña para la niña y mora para la señora”,
porque cada quien florece a su hora.
Y aunque el tiempo pase y cambie la historia,
la fruta conserva una antigua memoria.
