Una invitación inesperada

Un día, sin previa brisa, voló una tarjeta.
No tenía remitente, pero era para mí.

Me invitaba a una fiesta silenciosa, íntima, sin códigos de vestimenta ni hora de llegada.
Solo decía:
“Ven.”

Acepté.

Al cruzar el umbral, entendí que la celebración ya había empezado hacía rato.
La primavera, generosa, se había quedado más tiempo,
el verano bailó con ella bajo la lluvia,
y el otoño, en complicidad, soltó las flores como confeti, cubriendo el pasillo por donde entré.

La gran invitada fue la gratitud.
Y con ella llegaron todas las demás emociones, los regalos de cariño, las memorias, los besos abrazados envueltos en palabras.

El tiempo, ese escurridizo, me regaló estancia.
Pude meditar sin prisa, mover el cuerpo con gusto, nutrirme con comida que sabía a familia y olía a casa.

La música…
no venía de parlantes.

Un tambor sereno y certero resguardado por los pulmones,
marcaba el ritmo, en una danza de plenitud suprema.
Aquí no hubo selfies, porque todos simplemente estábamos.
Sintientes del orgasmo sostenido que otorga el placer de tocarnos vivos.

Y cuando todo pareció acabarse,
no fue silencio,
fue reverencia.

Una pausa tibia,
como la piel después del deseo cumplido,
Erizada de saber, se recuesta sobre sí misma
y pronuncia:

“Esto era.”
Esto era lo que estaba esperando.
Este momento sin urgencia.
Este cuerpo en calma.
Este amor sin pruebas.
Esta fiesta sin ruido.

Y aprendí que
celebrarme es también continuar la fiesta sin irme de mí.
Quedarme extasiada,
en esta plenitud que sola necesita respirarse.

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