La picadura prehistórica 🦟

Una de mis estudiantes me mostró su bracito y me dijo con una seriedad inesperada:
—Mira, tengo un piquete de algún insecto*, creo que fue un *bug.

Le pregunté, curiosa, si era reciente o si ya lo tenía desde antes.
Me miró directo a los ojos y respondió convencida:
—Oh sí, de antes… de hace como 27 años que tengo esta picadura.

Ella tiene cinco.

Sus ojitos me observaban esperando que yo siguiera la conversación, Y en ese instante comprendí tanto.

Pensé en esas picaduras antiguas que todos podemos llevar,
esas heridas que sentimos venidas de muy lejos de nuestra propia vida, como si las hubiéramos heredado en la piel de la memoria.

Pero también pensé en la belleza del momento:
estábamos afuera, bajo el sol, en una clase sencilla,
y ella, sin saberlo, me estaba enseñando sobre las vidas, el tiempo y el poder de contar historias.

Porque eso es, en el fondo, lo que intento enseñarles:
a narrar con naturalidad,
a mirar con ternura sus propias cicatrices,
a descubrir que no siempre se necesita llamar la atención para recibir una curita* (*band aid).
A veces basta con ser escuchados.
Con que alguien nos diga:
“Te escucho, te entiendo, estamos bien.”

Ella no me pidió una curita, ni un abrazo, ni más preguntas.

Solo quería contar su historia.

Y yo, al escucharla, sentí gratitud.
Por ella, por mí,
por este oficio de maestra que no solo cuenta historias para entretener,
sino que abre mundos posibles.

Mundos donde una niña de cinco años puede enseñarme
que una herida antigua también puede estar sana,
y que nombrarla es, de algún modo,
otra forma de curarla.

Le sonreí y le dije:
—Oh, pero se ve que está sana esa picadura. ¿Ya no te duele, verdad?
Ella sonrió también y respondió:
—No, ya no.

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