Congestión de mantras

En esta temporada, muchos de mis estudiantes llegan con gripa, con la voz tomada, con la respiración entrecortada.
Algunos vienen con los mocos todavía verdes y burbujeantes en la nariz, y al toser parece que tuvieran fuegos artificiales en el pecho.
Y aun así, sus madres o padres los dejan en la escuela, diciendo con una sonrisa casi defensiva:
—Ya está bien.
“Estuvo mal la semana pasada, pero ya está bien.”

No estoy segura qué significa bien para muchos adultos hoy.
¿Bien porque los niños ya no tienen fiebre?
¿Bien porque ya no quieren tenerlos en casa un día más? (es decir, bien como igual a ya basta)
¿Bien porque decirlo se convierte en una especie de mantra que los tranquiliza, que les permite convencerse de que no pasa nada,
de que están haciendo lo correcto,
de que desinfectar y abrir las ventanas es suficiente para limpiar la enfermedad?

Pero no pasa nada… ¿para quién?
Porque quienes recibimos a esos niños —las maestras, los compañeros, el entorno— también respiramos el mismo aire.


Y aunque enseño al aire libre, la congestión viaja, se comparte.
Los niños se acercan entre ellos con esa ternura natural que no sabe de precauciones:
se hablan de frente, se miran nariz con nariz, comparten risas, juguetes y virus.
Y todos terminamos congestionados.

Me pregunto entonces:
¿en qué momento comenzamos a usar la palabra bien como una excusa?
¿En qué punto estar bien dejó de significar estar sano y se convirtió en ya no me importa o ya no quiero lidiar con esto?

Tal vez la congestión —esa dificultad para respirar— también es el síntoma de una sociedad que no sabe detenerse,
que no se da permiso para cuidar ni para cuidar a los otros.
Corremos tanto, que incluso cuando el cuerpo nos pide pausa,
decimos “no pasa nada” y seguimos.
Ignoramos los fuegos pirotécnicos en el pecho,
la tos que nos advierte que algo no fluye,
la fiebre del exceso,
la mucosidad de lo no resuelto.

Y no, tampoco se trata de vivir del otro extremo:
de hacernos las víctimas,
de buscar atención a través de la enfermedad,
de convertir el malestar en identidad.
Pero hay un punto medio que hemos perdido:
el de reconocer los límites del cuerpo y del tiempo,
el de saber detenernos antes de dañar a otros,
el de entender que el bienestar no es una consigna, sino una práctica cotidiana.

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Quizás estar bien debería volver a significar eso:
respirar con claridad,
dar tiempo al cuerpo para sanar,
permitir que el descanso también sea parte de la vida.
Y recordar que, así como la congestión física nos impide respirar,
la congestión emocional y social —esa que viene del descuido y la prisa—
nos impide vivir con conciencia.

Porque cuando aprendemos a gestionar el cuerpo, el tiempo y el cuidado,
el “ya está bien” deja de ser una negación,
y se convierte en una verdad.

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