
Toda red nace de una intención.
La araña no teje por azar.
A veces construye trampas, otras levanta refugios, y en ocasiones lanza su hilo al viento para viajar.
Su seda puede atrapar, sostener o conectar; todo depende del propósito con que se teja.
Su obra es perfecta, pero no es inocente: cada hilo está diseñado para lograr algo que le sirva a su creadora.
Del mismo modo, quien diseña una red social, quien programa un algoritmo, lanza su creación con un propósito: atrapar miradas, tiempo, atención.

Nada en esa red es casual.
El diseño no busca el bienestar del usuario, sino la expansión del sistema que la sostiene.
Nos dicen que las redes nos conectan, que nos acercan, que nos dan voz.
Y es verdad, en apariencia.
Las redes nos permiten hablar, sí, pero también nos enseñan a hacerlo dentro de ciertos límites, con ciertas palabras, en cierto tono que conviene al algoritmo.
Y nosotros, creyendo elegir, repetimos el patrón que más visibilidad ofrece.
La ilusión del entrelazamiento está también en la palabra misma.
“Entre-lazo”, “entre-lazamiento”: suena a unión, a encuentro, pero guarda en su interior un eco de mentira.
“entre-lazos-miento”
Tal vez el lenguaje ya nos advertía: mientras más nos enlazamos, más difícil es distinguir entre conexión y manipulación.
Nos enredamos creyendo tejer comunidad, cuando en realidad alimentamos una maquinaria que se nutre de nuestros gestos, de nuestras emociones, de nuestro deseo de pertenecer.
Cada “me gusta”, cada “vista”, cada segundo de atención es una gota de energía que mantiene viva la telaraña.
La araña no duerme: aprende, calcula, se adapta.
El sistema no necesita atraparnos por la fuerza; solo necesita que sigamos tocando los hilos.

Y, sin embargo, hay algo humano en esa vulnerabilidad.
Entramos en las redes porque queremos sentirnos acompañados, reconocidos, vistos.
Buscamos eco, y lo encontramos.
El problema no está en esa necesidad, sino en olvidar el propósito.
Cuando la intención se diluye, la red deja de ser espacio de encuentro y se convierte en espacio de pérdida: pérdida de tiempo, de atención, de autenticidad.
La salida no es romper la red, sino usar el hilo con conciencia.
Entrar sabiendo por qué y para qué.
Poner límites, horarios, propósitos.
Si la intención es aprender, crear, conectar con sentido, la red puede ser herramienta; si la intención es llenar el vacío, escapar del silencio o buscar aprobación, entonces no estamos usando la red, sino que estamos siendo usados por ella.
Todo depende de quién sostiene el hilo.

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Y hay otro tipo de red, la que sostiene, no la que atrapa.
Como las que esperan bajo los malabaristas, tensas y silenciosas.
En ellas, el propósito es compartido: el artista se lanza sabiendo que algo lo sostendrá, y la red cumple su función sin retenerlo.Así pueden ser también las redes digitales cuando se usan con intención clara.
Cuando el usuario sabe por qué está ahí, puede incluso beneficiarse: aprender, compartir, construir comunidad, generar recursos.
Ahí la red no chupa energía, la redistribuye.
La diferencia está en la conciencia: usamos la red como herramienta, o caemos en la trampa.
El hilo no tiene culpa: depende de cómo se teja, de quién lo sostenga, de qué propósito lo guíe. Porque, al final, la verdadera conexión no ocurre entre cables ni pantallas, sino entre conciencias que despiertan.
Y ahí —solo ahí— el entrelazamiento deja de ser ilusión y se vuelve encuentro.
excelente escrito, análisis con contenido literario….digo yo
iGracias tío!