
Hoy, en mis andares, observé una ventana. Más allá de esa ventana se veía otra, y desde esa ventana pequeña se alcanzaba a ver un fragmento de cielo. Me imaginé a las personas que viven detrás de esas ventanas mirando, cada una, su propio pedazo de cielo.
En el balcón -ese rectángulo amplio, aunque con reja- se ve el río San Diego; y si uno asoma un poco la cabeza, también aparece el cielo entero. Como cuando subimos una montaña y desde la cima el horizonte se abre completo. Siempre pensé que los balcones y las montañas eran lugares privilegiados para ver la inmensidad: espacios donde lo vasto se deja intuir.

Pero hoy, observando esta ventana -y el marco de la foto que tomo con el teléfono, y el marco de mis propios ojos mirando la foto- entendí que vivimos entre marcos. La ventana, el balcón, la cámara, los párpados que enmarcan la mirada: todo recoge el mundo y lo reduce. Incluso el conocimiento funciona como un marco. Lo que sabemos ordena, sí, pero también delimita.
Solo cuando cierro los ojos veo más allá de esas ventanas, hacia esa esquinita mínima donde aparece un azul: un azul líquido, liviano, etéreo. Si avanzo más, se vuelve oscuridad con estrellas; si avanzo aún más, aparece la luz sin origen. Ahí no hay límites. La imaginación -alimentada por lo que sabemos del espacio, por lo que oímos, olemos, recordamos, por los colores que alguna vez vimos- rehace el mundo sin marcos.

Y entonces sienso en los niños. En cómo miran el cielo sin necesitar nombrarlo. Para ellos, ese color es simplemente lo que es: inmenso, sin principio ni final. Pero cuando les decimos “eso es el cielo”, o “el cielo es azul”, empezamos a fijar los bordes. Les ofrecemos categorías útiles, sí, pero al mismo tiempo les estrechamos lo que podían sentir sin medida. Los nombres ayudan a pensar, pero también a reducir. Les damos palabras y, sin quererlo, reducimos la vastedad a definiciones.
La imaginación, en cambio, no tiene límite. Puede tocar más allá de la estratosfera, ver lo que los ojos no alcanzan, universos descolgados, inventar colores, mezclar recuerdos con sonidos y olores, recomponer cielos antiguos y cielos posibles. Por eso comprender que los marcos existen solo en la forma -solo en nuestro intento de atrapar lo infinito- es reconocer que lo esencial ocurre cuando dejamos que la mente sueñe, recuerde, juegue, imagine.
Cerrar los ojos no es escapar: es abrir otra puerta. Es en ese espacio interno donde lo inconmensurable -el amor, la tristeza, la alegría, la vida misma- se muestra sin medidas. Y entonces entendemos que aprender también es desaprender: soltar los marcos que creemos esenciales para permitir que el cielo vuelva a ser del color que era antes de que nos dijeran cómo debía ser.
Solo cuando jugamos con la memoria, la imaginación y los sentidos dejamos de habitar límites rígidos y empezamos a vivir con los ritmos que nos dejan las mareas internas quietas. Entonces el universo somos. Somos el cielo, somos la ventana, somos la inmensidad misma.

Integrar conocimiento, memoria, reflexión y percepción del propio sentir es la forma más cercana de aproximarse a lo ilimitado. Solo así comprendemos que los marcos son herramientas, no fronteras, y que el pensamiento puede expandirse más allá de toda medida, alcanzando una comprensión más profunda de lo que somos y de lo que nos rodea.