Una ceremonia sencilla

Me acordé de don Roberto, en Bucaramanga. 

Nosotros vivíamos en el cuarto piso, él y su familia en el tercero.

Cada domingo salía al balcón a limpiar los zapatos de su esposa y los de sus tres hijos. Los alineaba con cuidado, formando una hilera en la baranda. Cepillaba las suelas, los lustraba con paciencia. Ahora creo que era su forma de meditar. Para algunos, sería una rutina. Para otros, una manera de cuidar, de amar. De asegurarse de que cada paso de su familia fuera firme, limpio, con presencia.

De niña, yo lo observaba desde mi balcón. Me admiraba su método, su calma. Siempre ponía la radio. Tenía el rostro sereno, casi sonriente, como si adivinara por dónde habían caminado esos zapatos, cómo crecían sus hijos según el desgaste de las suelas en su pisadas. Tal vez pensaba en los caminos que aún recorrerían. Era su forma de decirles: “Aquí estoy, te sostengo. En cada paso, estoy contigo”.

Quizá, de adulta, en otros andares, habría pensado distinto. Tal vez habría dicho: “¿Por qué no les enseña a limpiarlos por ellos mismos?”. Hoy, en cambio, quise recordarlo con gratitud.

Porque esa memoria me llevó a hacer mi propio ritual. Le enseñé a mi hijo a limpiar sus zapatos. Le mostré cómo lo hago yo. Y entre risas, me contó cuáles son sus marcas de calzado favoritas, cómo fue que se rayó la suela, y por qué para él es importante tener buen soporte en la talonera, esa parte trasera del pie. 

Una conversación sencilla. Lo escuché, conocí un poco más sus gustos, su manera de pararse en el mundo.

Y pensé en don Roberto.

Gracias a él, entendí que los zapatos limpios no son cuestión de apariencia. Son presencia. No importa si están viejos, lo importante es que estén cuidados. Que cada paso diga: “Aquí estoy”.

Tal vez mi hijo repita este ritual algún día. No lo sé. Lo que sí sabemos, es que fue una tarde bonita, de sol, de compañía. Yo supe sus medidas, y él, mi talla.

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