El secreto de las lagartijas

En un rincón soleado del parque, donde las piedras guardan calor para conservar la tierra, vive una comunidad muy organizada de lagartijas. Pequeñas, veloces, de ojos atentos y cola inquieta. A simple vista parecen sólo bichitos tomando sol… pero en realidad, están muy ocupadas.

Cada mañana, justo cuando el sol enardece las losas del sendero, las lagartijas salen de sus escondites bajo las rocas y arbustos. Se asolean con ceremonia: toman turnos, mostrándose al sol, mirando con atención lo que ocurre en el mundo humano.

Pero no miran cualquier cosa. Ellas observan, en completo silencio, a quienes hacen ejercicio.

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Desde su punto de vista lagartijil, los humanos haciendo flexiones de pecho son simplemente… raros. Suben, bajan, sudan, hacen ruidos extraños…pero no están marcando territorio frente a un oponente, ni están cortejando, ¿Están en peligro? ¿Están atrapados? ¿Están saludando a la tierra?

Las lagartijas, por supuesto, no entienden del todo. Pero lo disfrutan.

Una en particular, llamémosla Tija, era la más atrevida de todas. Mientras las demás se amontonaban para ver al señor hacer su rutina diaria, Tija daba pequeños saltos de emoción.

—¡Miren! ¡Ya empezó otra vez! —decía, mientras se colgaba del borde de una piedra para tener mejor vista.

Las lagartijas lo imitaban en secreto, en sus ratos libres. Subían y bajaban sobre sus patitas delanteras, tratando de entender el propósito de ese extraño ritual humano. Algunas decían que era una danza para atraer al sol. Otras, que estaban cavando invisibles túneles con la nariz. Ninguna lo sabía con certeza.

Un día, el hombre se detuvo a tomar agua justo al lado de su piedra favorita. Se secó la frente y dijo en voz alta, sin saber que tenía público:

—Uf… ¡cuarenta lagartijas ya! A ver si llego a cincuenta…

Tija abrió aún más sus grandes ojos.

—¿¡Escucharon eso!? ¡¡Él las llama LAGARTIJAS!!

Hubo un momento de silencio.

—¿Nosotras? ¿¡Somos eso que él hace!? —dijo una, confundida.

—¡No! ¡Ellos se están copiando de nosotras! —gritó Tija con orgullo.

Y así nació la leyenda, entre las lagartijas, de que los humanos habían nombrado ese movimiento en su honor. Desde entonces, se sienten bastante orgullosas. Ya no solo se asolean, ahora también se entrenan. Practican sus propias flexiones por diversión, para seguir ágiles, y no ser presas.

Cuando alguien pasa haciendo flexiones, ellas se asoman, se amontonan, miran fijamente, y luego corren a la sombra, riéndose entre ellas.

Si alguna vez te sientes observada mientras haces ejercicio… puede que no sea tu imaginación. Quizás, solo quizás, una curiosa Tija te esté viendo, lagarteando, mostrándote cómo es que se hace, para que corrijas tu postura.

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Otra historia que nace de esta caminata (:

Hacer lagartijas

Hace muchos, muchos soles, cuando la tierra hablaba y el hombre la escuchaba. Vivía un nativo centroamericano que tallaba piedras bajo el calor abrasador de la mañana. Trabajaba sin descanso, hasta que su espalda se quejaba y sus brazos pedían tregua.

En la tarde, sudoroso y exhausto, se sentó sobre una gran roca caliente. El viento dormía, el sonido de su respiración se mezclaba con el canto seco de los insectos. Entonces, algo curioso llamó su atención.

Un grupo de lagartijas apareció sobre las rocas. Ágiles y juguetonas, trepaban y bajaban. Una de ellas, la más grande, comenzó a moverse de una forma muy particular: subía y bajaba, doblando sus patas delanteras con fuerza, como si saludara al sol o desafiara la tierra.

Las otras lagartijas, entendieron el mensaje y comenzaron a imitarla: una tras otra, arriba y abajo, abajo y arriba.

El hombre observó con asombro. Algo dentro de él se activó. Tal vez era el cansancio, que en reposo muestra, los escondites de la sabia naturaleza.

Entonces, él se tendió boca abajo sobre la tierra, apoyó sus manos como las patas de las lagartijas, y empujó su cuerpo hacia arriba.

Una vez.
Dos veces.
Diez veces…

Hasta que los brazos le ardieron como fuego cosquilleante. “¡Guau!”, exclamó. “Este movimiento… ¡es poderoso!”

Desde aquel día, cada vez que terminaba de cincelar, se tumbaba sobre el suelo y jugaba a ser lagartija. Las verdaderas lagartijas venían a acompañarlo, lo aceptaban como uno de los suyos. Él subía. Ellas bajaban. Ellas subían. Él bajaba.

Con los días, su espalda ya no se quejaba. Sus brazos eran firmes como ramas de ceiba, y su torso, seguro como el jaguar. Pronto, sus compañeros notaron el cambio:

—¿Qué haces para estar tan fuerte?- le preguntaban.

Él sonreía y respondía:

—Observo a las maestras del sol… hago lagartijas-.

Su mejor amigo, curioso, comenzó a imitarlo. Lo vieron tirado en el suelo, subiendo y bajando, pujando con un esfuerzo satisfactorio. Cuando le preguntaron qué hacía, respondió:

—Estoy haciendo lagartijas, como mi amigo-.

Y así, el movimiento se volvió tradición. Pasó de generación en generación. Algunos lo llaman “push-ups“, como si empujaran al mundo desde el suelo. Pero los sabios, los que conocen la historia verdadera, saben que este ejercicio nació del respeto a los pequeños reptiles del sol.

Queridos lectores: ¿cuál de estas dos historias sobre las lagartijas te agradó más? Aprecio sus comentarios.

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