
En la playa, la mamá corría de un lado a otro: encendía el fuego, levantaba la carpa, recogía juguetes. El marido fumaba, bebía Coca-Cola y se hundía en su silla.
—Trae tu sirena, que te la van a robar —le dijo a su hija, sin mirarla, como quien repite algo que ha oído toda la vida.
La niña obedeció, apretando el juguete como si el viento mismo pudiera quitárselo.
No entendía bien qué era eso de “robar”, pero entendía el tono: algo malo podía pasar en cualquier momento.
Algo siempre estaba a punto de perderse.
Días después, en el parque, dos hermanas —que ya hablaban ese idioma del miedo—
le dijeron a una niña más pequeña:
—Si te vas sola, te perderás. Nadie te encontrará.
Llorarás. Y tus papás también. Se morirán de tristeza.
El camino estaba iluminado, brillante, hecho para jugar.
Pero la niña —que un minuto antes quería explorar—
sintió cómo una sombra le subía por los pies.
Se fue con los otros niños, buscando refugio en el grupo.
De vez en cuando miraba el sendero, como quien mira una puerta que ya no se atreve a abrir.
Así nació en ella una idea que no era suya:
que el mundo está lleno de manos que quitan,
de peligros que acechan,
de destinos terribles.
Nadie le dijo que también hay caminos hermosos,
árboles seguros,
personas que cuidan
y aventuras que esperan.
A veces hacemos lo mismo con el agradecimiento.
Lo enseñamos como una orden:
—Di gracias.
—Di que te gustó el regalo (así no te guste) di gracias.
Y la palabra se vuelve hueca, mecánica: Bip ba bup ¨Gracias¨
repetida sin profundidad.
Un “gracias” sin ojos, sin presencia, sin sentirlo.
Pero agradecer no debería ser una obligación.
Agradecer es un regalo lento:
es reconocer la bondad del otro,
la compañía,
el privilegio suave de sentirnos queridos.
Igual que cuidar nuestras cosas no debería nacer del miedo a perderlas,
sino del amor con que nos fueron dadas.
En vez de decirle a la niña:
“Cuida tu sirenita, que te la van a robar”,
quizá podríamos decirle:
“Cuida tu sirenita. La elegimos con cariño para ti.
Si alguien la ve tirada, podría pensar que ya no la quieres.
Dale su lugar¨.
Y así, aprendemos a confiar en nuestro aliento,
en vez de enseñar terror,
enseñamos cuidado.
En vez de sembrar sombras,
mostramos luz.
En vez de repetir alarmas,
regalamos posibilidades.
Porque las palabras con que criamos a un niño
son las mismas con que un día aprenderá a mirarse a sí mismo
y a mirar el mundo.

A beautiful sentiment. 🙏